Nuevas vías para la creación artística

Pilar ribal, 2003

Durante milenios, la conquista de la naturaleza fue sinónimo de progreso. El temor y el respeto hacia aquellas fuerzas en las que el hombre contemplaba la mano de Dios, su furia y su poder, impusieron no sólo el deseo de dominarlas, sino esa distancia reverencial y aquella admiración que aún impregna las composiciones románticas de un Friedrich o, en un momento posterior, las vistas de grandes paisajes americanos tomadas por los fotógrafos de la generación de Ansel Adams.

Si bien la dicotomía cultura/naturaleza rige la más larga etapa de la historia del hombre, no obstante, esta misma oposición irá quedando obsoleta paralelamente al desarrollo de aquella sofisticada tecnología que acabará siendo capaz incluso de transformar el medioambiente. A pesar del interés de algunos movimientos artísticos hacia el paisaje (como aquellas deliciosas pinturas impresionistas del “plein air” que demostraban el fenómeno científico de la combinación de colores causado por la visión a distancia), serán las crisis medioambientales ocasionadas por la sobreexplotación de recursos, el aumento demográfico, la contaminación y, entre otras, las alteraciones climáticas, las causas de que la mirada del artista contemporáneo se dirija de nuevo hacia la naturaleza.

A lo largo de los años sesenta, cuando el sentimiento de amenaza y la rabia por el inédito poder de destrucción del hombre del siglo XX sobre su propio planeta alcancen su punto más álgido, emergerá una nueva conciencia ecologista, empezando a definirse la necesidad de una nueva ética global que traspasará las fronteras de la ciencia, la economía y la política y alcanzará de lleno el discurso de las artes plásticas. Accionistas fluxus, performers y artistas del Land Art, serán los primeros de entre los muchos artistas contemporáneos cuya reflexión indague críticamente las nuevas relaciones entre el hombre y la naturaleza.

De ser una especie de “fondo” decorativo, un escenario en el que se desarrollaba plácida o terriblemente la existencia, de poseer un valor simbólico y metafórico, analógico de los estados del alma o de la pequeñez del hombre, nuevas aproximaciones a la naturaleza irán apareciendo en el quehacer artístico contemporáneo. Desde un punto de vista documental o con un planteamiento lúdico, como “refugio” y “huida” de esa otra realidad asfixiante de las grandes ciudades, de los suburbios e, incluso, de las redes virtuales, la naturaleza irá infiltrándose en las prácticas de fin del siglo XX. Los nuevos parques escultóricos, las intervenciones efímeras al aire libre, los happenings, el arte ambiental y, en general, todas las nuevas formas artísticas apoyadas en el recurso a las nuevas tecnologías de la imagen y el sonido, transformarán decisivamente la antigua concepción “objetual” y pasiva de la naturaleza por una aproximación interdisciplinar y procesual en la que el público será un elemento activo insustituible. Obras paradigmáticas de esta nueva actitud, serán, entre otras, el famoso “Campo de relámpagos” de Walter de María (1974-1977) o las realizadas con un elemento inmaterial, la luz, por James Turrell o María Nordman, todas ellas concebidas en función de la combinación de las experiencias sensoriales y cognitivas, físicas y sensitivas, de sus espectadores, pasando de la prioridad sobre los modos de “ver” al énfasis en una percepción que precisará de otros sentidos.

Considerada en la actualidad como un elemento activo, como un territorio sensible que interactúa con el hombre y que se opone al artificio de la gran urbe y de sus zonas industriales degradadas (o al aislamiento de la pantalla), el discurso de la naturaleza se halla en la base de los trabajos de muchos artistas internacionales y da forma a sugerentes propuestas expositivas como la que recientemente ha reunido –bajo el título de “Otras naturalezas”- a un significativo grupo de artistas españoles: Miguel Fructuoso, Javier Garcerá, Josep Ginestar, Eva Lootz, Llavería, Angel Marcos, Pamen Pereira, Perejaume, Manuel Saiz y Adolfo Schlosser. Crítica o poéticamente, analógica o literalmente, recreando o interviniendo directamente sus espacios… la naturaleza es ya uno de los grandes temas del arte actual.

Comprometida con una práctica artística interdisciplinar y procesual que indague las relaciones entre corporeidad y pensamiento o la relación fenomenológica entre arte y naturaleza –entre el hombre y su experiencia espacial y sensorial del mundo- la obra de Mònica Fuster (Palma de Mallorca, 1967) ejemplifica no sólo la disolución de las antiguas disciplinas de pintura y escultura, sino incluso la superación del concepto y el planteamiento de “instalación” como manipulación, como una interferencia objetual o tecnológica en un espacio.

Como se desprende de la concepción, planteamiento y resolución técnica de su proyecto “Sad Trees” –en el Bosque de Camallera de Girona primero y en el Museo de Los Ángeles de Arte Contemporáneo de Segovia después- lo que la artista mallorquina lleva a cabo mediante la superposición de varias realidades antaño complementarias –fundamentalmente las del arte como artificio y la de la naturaleza como escenario- es la creación, la génesis de un nuevo espacio “real”, el de una “realidad arte” que sobrepasa las antiguas definiciones y límites de ambos conceptos, arte y realidad.

Basada en el encuentro de objetos artificiales y naturales, de la yuxtaposición de sonidos y efectos -de la composición realizada por la artista con Pedro Tous- y de esos otros azarosos que produce el propio entorno (cantos de pájaros, chasquidos, el rumor del viento…), de la conjugación de elementos “artísticos” y “naturales” –esculturas y árboles, por ejemplo- y de la combinación de las distintas condiciones atmosféricas –sol, lluvia, viento, etc.,-, así como la interacción del público en todos esos posibles escenarios. Fruto de la suma de experiencias y sensaciones, de todas las interpretaciones, lecturas y asociaciones que se produzcan en él, el lugar ocupado artísticamente por Mònica Fuster ya no es ni un bosque ni una instalación, tampoco una obra o un territorio habitado por esculturas o definido por la ocupación de unos materiales extraños a él, sino más bien un nuevo espacio autosuficiente, el espacio de esa “realidad arte” regida por un orden propio donde espectador, ambiente, objetos y elementos naturales, íntimamente conectados, producen una experiencia única y distinta a la que se obtendría del contacto con esos mismos elementos, el bosque o los objetos aislados, los sonidos, etc., en cualquier otro marco o lugar.

Hace ya tiempo que la obra de Mònica Fuster iba ofreciendo indicios de su progresión hacia este concepto integrador que acabamos de mencionar. Un repaso a su trayectoria de los últimos años evidencia el interés de la artista por un tipo de obras definidas por procesos aleatorios que transformen tanto la apariencia de los materiales y espacios como la percepción del espectador que se involucra en su contemplación y exploración.

Partiendo de la idea de juego como sinónimo de autenticidad y conciencia del yo, Mònica Fuster creó en el año 2000 el personaje de “Benedetta Forgot (Mística-Humorística)” (presentado ya en Mallorca y Turégano) y realizó una filmación de 12 minutos en la que ella misma, asumiendo la identidad del personaje, exploraba la dimensión lúdica y espiritual de la naturaleza humana y los paralelismos entre juego y creación artística.

Un año más tarde, la recuperación de la subjetividad y la mirada interna, la apelación al conocimiento táctil y sensorial, el acercamiento a un mundo de fantasía, a un mundo arquetípico que nos sitúe en los límites de lo tangible, anima, por ejemplo, el proyecto Lair. “La guarida ingrávida”, presentada en el año 2001 en la Galería Maior de Pollença y luego en la II Bienal del Mediterráneo en Dubrovnik y en la exposición “+ - 25 años de Arte Español” en Valencia. Un espacio oscuro que recreaba el interior del cuerpo de una gran tortuga solamente iluminado por los elementos que componían la instalación, un espacio que se expandía y “respiraba” y donde podían escucharse sonidos “infantiles”, proponía un viaje hacia el interior de los recuerdos, hacia un mundo de fantasía donde el espectador se sintiera parte de un cosmos ficticio, de un cuento de hadas materializado en una experiencia mental y sensual.

De la misma época es otro de sus proyectos procesuales más interesantes, “Gota a gota”, realizado en colaboración con el también artista Nicholas Woods y presentado en El Alamazen de Barcelona. Recuperando una típica construcción fortificada de las costas mallorquinas y baleares, las atalayas, Mònica Fuster y Nicholas Woods concibieron una torre efímera erigida por medio de pastillas de jabón que sería sometida a una constante transformación por la acción de una gota de agua sobre ella. Un grifo suspendido encima de la estructura, goteaba continuamente sobre un punto determinado provocando la erosión que iría modificándola hasta abrir una brecha en ella. Una composición sonora, obra una vez más de Pedro Tous, formaba parte de esta sugestiva y hermosa instalación metafórica de la fragilidad y fugacidad de las cosas, en la que se combinaban elementos artísticos tan peculiares como la luz, el agua y el sonido.

Tras “Helium”, proyecto de esculturas hinchadas y suspendidas en el aire, premiado en ARCO ’02 en la sección de Open Spaces, “Huellas y señales: animales de otros mundos”, es otro de los proyectos destacables de la artista. La idea de presentar otra posible realidad ya aparece plenamente en esta obra que consta de elementos mínimos, de huellas y señales que configuran un mundo paralelo, una dimensión metafísica y poética donde “otro yo” participa de una propuesta concebida nuevamente desde el juego. “Huellas y señales…” vendría a ser como un “minicuento”, una evocación de un mundo animal perdido en el que se analiza la actitud del hombre hacia esos otros seres que ocupan su mismo espacio vital. A través de una instalación sensorial dirigida al tacto y al oído más que a la vista, Mònica Fuster proponía una conexión con los instintos humanos más primarios, con los temores y precauciones que todos adoptamos frente a lo desconocido.

Todas estas experiencias y planteamientos metodológicos y conceptuales confluyen en “Sad Trees”, título del último “site specific project” de la artista, que consta de un video y varias esculturas sonoras de vidrio rojo de diversos tamaños, una de ellas de vidrio soplado y las otras realizadas mediante casting. En el bosque de Camallera las esculturas se mostrarán suspendidas en las ramas de los árboles, incrustadas en las concavidades de troncos o enterradas junto a las raíces. Un sistema de sensores será activado al aproximarse el visitante, reproduciendo sonidos pregrabados. De este modo, el espectador realizará un recorrido durante el cual estará interiorizando sus propias sensaciones. Su percepción, definida por el sistema simbólico y cultural al que pertenece, por el conocimiento derivado de la contemplación y absorción de otros trabajos artísticos así como por su memoria personal, completará la obra, desvelando sus posibles significados.

El juego de ruidos y silencios, las condiciones físicas y la temporalidad que irá transformando la apariencia del lugar, los estímulos visuales recibidos por las distintas manipulaciones del entorno, matizarán cada nuevo encuentro entre sus visitantes y este mismo paraje natural. La naturaleza contemplada será cada vez distinta a la que existía en un momento anterior y se desprenderá de cada transformación nuevas conexiones culturales, nuevas asociaciones, nuevas lecturas… Los sentidos, los movimientos y las sensaciones que abrigue cada nuevo cuerpo que forme parte de este paisaje serán aspectos intangibles, únicos e irrepetibles que le proporcionarán sus diversas dimensiones metafísicas y poéticas.

Como hemos visto aunque no es la primera vez que Mònica Fuster trabaja en una línea caracterizada por la interdisciplinareidad lingüística, la colaboración con otros artistas y el recurso a las tecnologías de reproducción de imagen y sonido, sí estamos ante una de sus obras más ambiciosas a nivel conceptual. Si bien en algunos aspectos sus obras anteriores tienen mucho en común con el “arte ambiental” o “inmaterial”, con el Land Art y el performance (sobre todo en los videos que recogen acciones llevadas a cabo por ella misma), “Sad Trees” va más allá de la creación de una atmósfera o de un paisaje sensorial, ya que propone una experiencia múltiple de visión, audición, contacto físico y emocional que la constituye en una “obra” que se penetra, un espacio ilusorio que adquiere la entidad de lo real, una fantasía que se experimenta como la propia vida.

A pesar de que las ideas de “presentación” y “escenografía”, así como las de escultura y objeto, están presentes en este trabajo, hay que precisar que se trata solamente de un punto de partida, de un recurso necesario para la configuración de una “obra” que supera los parámetros teóricos y la praxis artística tanto de la modernidad como de la postmodernidad. Estamos, en definitiva, en un trabajo que participa de las inquietudes de una nueva generación de artistas que aspiran a crear de nuevo, a generar nuevos espacios, no a “recrearlos” o a manipularlos. Se trata de un concepto integrador de la experiencia estética moderna y del conocimiento simbólico de la representación como traducción de la realidad sensible, de un planteamiento espacial, material y procesual afín a la estética de la postmodernidad pero cuyos objetivos la superan. En esta concepción, el arte es ya un hecho en sí mismo, no un lenguaje sino la suma de ellos, no una ilusión sino una realidad plenamente autónoma.

Aunque “Sad Trees” tiene en cuenta las inquietudes teóricas y los comportamientos formales del arte contemporáneo, aunque se sirve de materiales industriales y de las estrategias formales de serialidad o repetición “minimalistas”, no rige en este trabajo ni la lógica del fragmento que precisa de otros fragmentos (o que alcanza su sentido global por propagación y relación) ni tampoco la economía formal y simbólica de aquella obra “única y cerrada sobre sí misma” que, aunque era susceptible de interpretación, dejaba poco margen a la subjetividad del espectador.

En cambio, descubriendo un espacio de encuentro entre el objeto estático y a la imagen en movimiento, entre la materia y el proceso, entre naturaleza y artificio; devolviendo su lugar a la imaginación y a la fantasía, aplicando los conocimientos obtenidos de todas las tendencias y movimientos artísticos; introduciendo la temporalidad como un hecho transformador… artistas como Mònica Fuster abren una nueva vía para el arte del siglo XXI. Una vía que se nutre de todas las aportaciones precedentes pero que, desde una perspectiva integradora, consigue hallar un punto de equilibrio entre las formas de conocimiento emocional e intelectual a menudo antagónicas en otros enfoques. Como otros artistas emergentes capaces de tomar la “realidad” como un referente más, como un elemento genérico al que se puede yuxtaponer la realidad del arte, el trabajo de Mònica Fuster lleva a cabo el más singular ejercicio de “creación” posible: el de algo que no existía anteriormente, la construcción de una realidad que, aunque ella marque el comienzo y el punto final, no le pertenece totalmente, porque evoluciona y se transforma como toda realidad.

Mientras el ruido de las nuevas tecnologías y el espectáculo de los medios de comunicación sigue aumentando ese “fondo” de dobles virtuales donde, como descubrió Beaudrillard, toda realidad real pierde su consistencia. Mientras la velocidad real a la que se suceden los acontecimientos, como profetizó McLuhan, nos haya hecho olvidar la verdadera dimensión del tiempo, ese que marca la propia materialidad de las cosas y de la vida. Mientras proliferan aquellos “no lugares” identificados por Marc Augé. Mientras el mundo sigue mostrando su imagen especular… Mònica Fuster propone un sugestivo espacio de silencio y de introspección desde el que descubrir algunas lecciones preciosas que hemos olvidado.

Puede que sea hora de recuperar nuestro contacto sensorial con las cosas. Que sea tiempo de un nuevo comienzo en el que lo universal y lo particular, lo único y lo múltiple, lo arcano y la ciencia-ficción se confabulen para interpelar el presente esta vez desde todas las dimensiones del ser humano. Porque no somos únicamente seres emocionales o intelectuales. Porque los humanos somos capaces de aprehender una realidad múltiple y cambiante y descubrirla tanto por medio de nuestros sentidos físicos como de nuestra razón. Porque somos seres “sintientes” y porque es nuestro cuerpo físico el que determina nuestra experiencia espacial y el modo en que percibimos las cosas que habitan nuestro mismo territorio. Porque –como demostró Jung- todos somos capaces de poseer nuestros propios símbolos y dotarlos de sentido. Porque el mundo no es ese espejo inmóvil en el que nos vemos reflejados, sino una “sustancia” modificable en la que fluyen incesantemente un sinfín de circunstancias.

O porque después de mucho alejarnos de ella es tal vez hora de que nos aproximemos otra vez, con la humildad de unos ojos nuevos, a esa naturaleza que nos devuelve a nosotros mismos. Porque nuestra conciencia es un espacio profundo que se nutre de imágenes y sonidos, de sensaciones y experiencias… porque el arte puede situarnos una vez más en ese umbral de conocimiento múltiple desde donde descubriremos nuestra propia multiplicidad.

Artículo publicado en la revista anual Côcleanews, Camallera, Cataluña y una revisión del mismo en la revista Lápiz, nº 195.